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La intemperie del verano. III

Las mujeres más mayores solían decir que el verano finiquitaba su luz con la virgen de agosto. Que luego venían las tormentas, como presagio de las sombras de la vida, y que a las tardes lentas les quedaba cada vez, en un aleteo por la inútil supervivencia al borde de la canal del agua, una luz más escasa y breve. Acortaba el día y llegaba el presagio de la fiesta. El abuelo vestía la casa con las banderas de los Moros y Cristianos, con la efigie de varios países, y adornaba la marquesina de nuestra casa al tiempo que la calle se preparaba, como en un tapiz aéreo, para mostrar los adornos y guirnaldas, el revuelo del engalanamiento, de un pueblo en fiesta. Se sonreía a la vida con el adorno del estrépito, desempolvando los tapices de la iglesia, emblanquinando las casas, barriendo los portales, preparando las calles para el regreso. Vivir en fiestas era asomarse al regreso de quienes en todo el año no pisaban las calles tranquilas de Marxuquera, permitirles alargar las horas con la vela de la orquesta, disponer las mesas en la calle para hacer de la sobremesa el paseo y el ágape con que concertar los problemas de la rutina y hacerlos compartidos con el alegre traqueteo del primer baile, después de la sandía y del café.

El día más importante de las fiestas era el de la procesión de la Virgen del Mondúver, cuando sacábamos la imagen desde la Ermita y la fiesta, desde un silencio recogido, vivía los últimos estertores con la solemnidad de una devoción que era capaz de pervivir desde las tradiciones de nuestros ancestros. Somos lo que guardamos en el capazo de la memoria, y las formas con que rezamos, y a la virgen se la rezaba y se la sacaba con las mejores galas de la fiesta. Y con un clavel en la solapa, y con el sonido de la pólvora desde las cañas apuntando al cielo y acompasando el compás de la marcha con el ritual del fuego. Al acabar la lenta marcha, mi abuelo nos congregaba a todos los nietos y a la familia bajo el altar, y junto a la virgen, para fotografiarnos en el quince de agosto y en la ermita todos juntos. Un árbol de la vida que nos reencontraba, cada año, con los recién nacidos o con los surcos que la geografía del tiempo había impreso en nuestros rostros. Pero allí estábamos, guiados puntualmente por mi abuelo, al pie del altar, en la foto familiar donde nunca faltó nadie. Donde estábamos, si acaso con la tez más morena, con cara de perdidos, los mismos que disfrutábamos de la eternidad del verano de la inocencia. El abuelo Manolo murió un quince de agosto. Y para bucear en la memoria hay que persistir en las fotos de cada año, y en el viaje iniciático hacia el tiempo que fuimos. Una manera cualquiera de asomarnos a los interrogantes de estas sombras sin la desazón sobre el tiempo. Manolo murió, y este año las fiestas serán una silenciosa vigilia del tiempo difícil. Pero en aquel árbol de la vida está la certeza de sobrevivir a lo incierto con las raíces y el viento que una vez fueron el fondo de un álbum del que descontamos las páginas de la desmemoria. Como el verano aleteando en su último suspiro de frágil supervivencia.

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