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Mientras escribo estas líneas, a estas horas hace un año, nos sucedía una de las tragedias cuya dimensión solo calibramos con el silencio estricto del valle reducido a ceniza, una vez la emergencia dejó paso a un silencio que nunca se nos olvidará. Conservaremos también memoria lúcida de aquellos días, que rememoramos con el aniversario pero que hemos ido gestionando con cada paso del proceso administrativo que permite regenerar la masa forestal, y que a los vecinos les va a permitir la indemnización económica que no arregla una catástrofe pero devuelve una forma de normalidad. El seis de agosto del año pasado permanecíamos atentos a una columna de humo denso en el límite de nuestro término municipal, y ofrecíamos a los pueblos vecinos ayuda. El lunes de madrugada nos confirmaban que el incendio entraba en nuestro término y, por precaución, desalojamos de inmediato las urbanizaciones cercanas al linde del término por donde entraba el incendio. Al principio lo hacía lentamente. Mucho calor, pero poco viento. A nosotros nos preocupaba la inhalación de humo.

Unas horas después, el martes 7 de agosto, por la tarde, una tormenta de verano con ráfagas potentes de viento destrozaba el ritmo y la dirección del fuego, y lo convertía en una lengua voraz capaz de expandir en poco tiempo las llamas. Nos preocupaba, ahora sí, el fuego mismo: el incendio llegaba a casas desalojadas, pero arrasaba, ayudado por la humedad, empujado por la tormenta seca y el viento huracanado, con velocidades y trayectorias poco conocidas en el estudio de los incendios forestales. En media hora llegó al parque de Marxuquera, a tres centenares de metros del núcleo de la Ermita, y sólo se detuvo por una providencial lluvia, acompañando a la tormenta, capaz de detenerlo en el momento exacto de cruzar hacia la Ermita y descender casi hasta la salida del valle hacia la ciudad. Eran poco más de las nueve y media de la noche.

Llegué, en un coche acompañado por policía, sobre las diez y veinte. Con rescoldos en las pinadas y la arboleda del parque parcialmente quemada, humeante aún. Pasé los cordones de seguridad porque quería comprobar el estado de la zona, sin luz pública y con el suelo mojado por las mangueras. Sin nadie. Nadie: nunca se me olvidará el silencio de la Ermita poco después del suceso. Desalojadas las viviendas, quedábamos las fuerzas de seguridad y extinción y nosotros. Ese sobrecogedor silencio me acompañará siempre. Y, como en un reguero de pólvora incesante, después de la explosión, como en la calma que sucede a las batallas, el silencio nos hizo entender una noche, tal y como nos apuntó un Intendente de Policía, que quizás bajo las cenizas podía haber algo más que daños materiales. No fuimos capaces de dormir hasta que comprobaron cada escombro y cada vivienda sin encontrar a nadie sin vida.

De la tragedia aprendimos muchas cosas. A procesar la toma de decisiones mientras la retina intuye a mayor velocidad el suceso pero debes calibrar la siguiente decisión entre la intuición y las directrices de los equipos de emergencia. Aprendimos de la coordinación y ejemplaridad del trabajo impecable de las fuerzas de seguridad, con quienes compartimos puesto de mando avanzado durante más de dos semanas. Aprendimos también de la generosidad de los vecinos, muchos de los cuales lo habían perdido todo, y empatizamos con su parálisis y su silencio, su dolor y sus lágrimas. Aprendimos a poner en valor lo que solo se sucede con la ausencia: los parajes de nuestra infancia y nuestro entorno natural más valioso, arrasado en una impotencia que solo nos dejaba lágrimas. Derramamos muchas en aquellas horas. Aprendimos de la capacidad de organización de los dispositivos de la emergencia, de la posibilidad de combinar la emoción imborrable con la sangre fría de la decisión, a cada poco, sobre el terreno o las propiedades, la rutina de los afectados o sus necesidades básicas; su entrada progresiva en la urbanización y su acompañamiento en el lento tránsito de los protocolos de emergencia.

Es, seguro, el retos más grave de la gestión a que nos hayamos enfrentado. Y lo hicimos con una proverbial inexperiencia en las catástrofes y una determinación de equipo por salvar lo que podía sobrevivir a la inclemencia de la tragedia en nuestra mejor ciudad. Un año después, las vidas en su entorno y sus viviendas quieren volver a la normalidad. Es progresiva y tarda a veces, como todos los trámites que, con garantías, quieren ayudar a un restablecimiento para el que la naturaleza, siguiendo el otro ciclo de la vida, tardará aún más en acostumbrarse. Pero es bueno recordar qué vivimos para ganar, con la concienciación y el empuje cívico, un futuro que no nos liberará de catástrofes pero nos ayudará a entender mejor el entorno y saberlo gestionar conociendo la capacidad de extinción de la tragedia. La vida misma en el verano, un año después del incendio y también mañana.

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