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Lentamente, la vida que se detuvo detrás de los cristales intenta recuperar el tiempo perdido en una algarabía contenida, de distancias, prevención y algo de silencio. El paisaje parece dolerse de la salida del golpe, y el miedo, que aún se huele en las terrazas de las cafeterías, donde nadie espera su café frío de julio, quiere dolerse del tiempo del silencio con una extraña quietud que parece anteceder a la tormenta. Como un golpe seco, una tristeza extraviada, la vida se detiene en el verano donde la sístole acompasa con dificultad la respiración detenida de un entorno extraño. No son los mismos los bares, tampoco los museos antes cerrados; no es la misma la calle que nos acoge con el miedo de saber perdernos.

Si después de todos esos silencios eliges otra vez el mar de tu infancia, habrás hecho verdad la única canción que supo mentirnos: puedes volver, sin el elogio impreciso del tiempo, al lugar donde algún tiempo hubieres sido feliz. El mar, invariable. Por muchas pestes o enfermedades que hayan hecho retorcerse el tiempo, por muchas batallas negras, después de tanto silencio, que hubiesen escrito con la sombra de la tierra y la sangre las páginas de la historia, el mar y el paisaje siguen invariables, aunque guareciéndose del miedo como una vez se guarecieron del frío.

Hago acopio del inventario de la intemperie extraña con la desazón de algunas tiendas vacías, de cafeterías a medio llenar, y de un verano donde al presente le ha desaparecido cualquier perspectiva de ventana abierta a la montaña de los sueños, donde también, antes de conocer la existencia de la playa, nos dejamos varar por muchos mares que supiesen aguardar nuestros naufragios. No es el mismo este tiempo donde el ensueño sólo es el paisaje de la derrota, donde sólo se puede intuir la pena de un tiempo largo donde los sueños se han muerto al sol, como las plantas esperando la vida que en los jardines dan las palabras del mismo amor que ahora empieza. Suerte que siguen estando las tormentas de verano, para anclarnos al tiempo como el petricor, y la tierra mojada, al mismo aroma que nos devuelve a la inocencia del mar, por quienes somos, otra vez, una patria pequeña y desorientada.

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