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Desde que soy concejal del distrito de Marxuquera, el barrio de mis veranos, la patria donde descansa la infancia que se marchitó el mismo día en que me arrebataron la inocencia, miro las casas y el paisaje y el horizonte de una forma distinta. Todo parece detenido en el tiempo hasta que otro paso ha sorprendido a la hojarasca del otoño, y entonces el movimiento de la calle se ha recobrado con algo de la pereza de un letargo extraño. Todo lo que creí perdido pareció estar esperándome, agazapado, tras la cortina de otro tiempo. La posibilidad de explorar el distrito, de perderme en sus caminos y en sus calles estrechas, serpenteando un callejero imposible, me dejan otra forma de mirar al pasado, quizás más melancólica, como si además del letargo, aquel aciago paisaje de mi infancia hubiese perdido también el latido, el color de la viveza que mantenía incluso los inviernos bajo la luz del entusiasmo.

Muchas de las casas ya no están habitadas por las mismas personas que recordaba, mientras las paseaba en bicicleta, bajo la canícula justiciera de agosto. Sus habitantes ya no están, han muerto o han dejado en herencia algunas de las parcelas. Y las casas parecen entonces otro paisaje muerto como el paisaje detenido que se me antoja el regreso al lugar donde, además de la infancia, duerme el tiempo. El mismo tiempo que bebíamos a sorbos y ahora se nos escurre en las manos. Las parcelas que cambian de dueño cambian de alma: sus jardines son distintos, incluso su morfología ha sido capaz de variar. Todo es inalterable salvo el paisaje de afectos y de melancolía que traza un horizonte bajo el que todo es inservible. Observo las casas del vecindario y hay huertos, pequeños jardines o espacios verdes marchitos, dejados perder, abandonados o descuidados, como si al morir su propietario hubiese muerto también la querencia por cuidar su tierra.

Viví esa misma sensación en mi casa de Marxuquera, que vendimos unos años después de heredar. La vendimos, además de por la carga de recuerdos que se almacenaban en sus paredes, por la sensación de estar perdiéndose la tierra que había decidido morirse con mis abuelos, especialmente tras la muerte de mi abuela. Los naranjos se habían llenado de hierbas, los campos habían perdido su viveza, e incluso la tierra parecía querer dejarse morir ante los elementales cuidados. La vendimos porque, además de los recuerdos, con el latido de los abuelos a la tierra se le había muerto también el alma. Sé desde entonces que las casas son las almas de quienes las cuidan, una certeza que nos ancla a la tierra al mismo tiempo que nos aleja de convicciones férreas, pertenencias inamovibles y eternidades falsas. Todo es tan frágil como la trayectoria de la tierra que decide acogernos o morirse. Y en este orden, toda la vida es tan frágil como el tiempo detenido en la nostalgia. La mía vence a un paseo de tarde en Marxuquera, mientras se mueren almas invencibles, mientras la víspera de Todos los Santos alumbra la fragilidad que sabemos, y que solo queremos intuir cuando el zarpazo del tiempo nos enseña esta insoportable levedad de vivir, donde nos debemos hasta a una tierra que es frágil y a una casa donde alguien se rinde para esperarnos.

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