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A veinticuatro horas del final de las últimas negociaciones posibles, España se encamina decidida hacia sus cuartas elecciones en cuatro años. De nada han servido la pulsión del 15-M en las instituciones, el recuerdo y las secuelas de la Larga Crisis, o, en el pérfido aniversario de la caída de Lehman Brothers, la atroz descomposición de gran parte del sistema económico y el giro, como en un calcetín, del imperfecto bipartidismo español hacia un laberíntico cuatripartidismo irresoluble. Ninguna lección es edificante. ¿No votan bien los españoles? ¿No somos capaces de ejecutar sus designios, de articular mayorías a partir de la locuacidad de sus resultados electorales? Peor: ¿no hemos comprendido aún que la democracia es la construcción de un consenso desde un asumido disenso? ¿Es nuevo que cualquier pacto surge de cualquier discrepancia?

Son lecciones demasiado elementales como para sorprender. Pero parecen una noticia inédita en estos días que caminan tan rápido. España vive un bloqueo casi sistémico que amenaza con contaminar la médula de la arquitectura constitucional del 78, malherida tras los cambios del 15-M, las secuelas de su última Larga Crisis económica y los monstruos y las sombras que sacuden un mundo que muta de época. Los desafíos son enormemente caudales: le equidad territorial se desangra con el procés, que alumbrará sentencia del Supremo en unas semanas; el déficit de financiación amenaza la solidaridad interterritorial mientras la derecha regula el casino que ha hecho de Madrid un paraíso para el ‘dumping’ fiscal vergonzante, mientras otros territorios adolecen de sus infraestructuras más básicas; la hucha de las pensiones ya no es hucha: no tiene reservas; la locomotora alemana se ha gripado, y los economistas no albergan acuerdo acerca de la siguiente recesión, si será en forma de crisis o si vendrá a doler en la herida, que aún supura, del crack de 2008; la emergencia climática daña los territorios con urbanismo desaforado y donde la intervención humana es, más que el clima, directa responsable de catástrofes ambientales inéditas, secuenciadas en el tiempo; la despoblación vacía casi dos tercios de las provincias del país; dos de cada tres jóvenes menores de treinta años están directamente expulsados del mercado laboral, todo el talento incluido; la agenda de la ultraderecha, por primera vez condicionando gobiernos en varias comunidades autónomas, atenta ya contra la línea de flotación de los derechos que garantizan nuestra diversidad o nuestra inclusión. El etcétera abruma. A nuestro alrededor, las sombras de un tiempo que no acaba de morir y otro que no termina de nacer alumbran un mundo sombrío, donde el proteccionismo a ultranza de Trump, la limitación de derechos sociales o ambientales de Bolsonaro –desvergonzado—o la descomunal chapuza del Brexit, llenan de muros y de claroscuros la tenue luz de este tiempo.

Bajo el panorama más decisivo desde que España alumbró su arquitectura constitucional después de la dictadura, la izquierda parece arrojada a perder la mayor oportunidad  que le ha brindado la democracia y parece decidida a abrir la ventana a un gobierno también, como en algunas comunidades, condicionado por la ultraderecha. El panorama sonrojaría, si no fuese porque aterra: la enorme movilización de abril encumbró la primera mayoría de izquierdas desde la II República que necesita de una coalición en el gobierno. No hay alternativa posible; las únicas que se plantean son de un infantilismo palmario. La única gestión de los resultados pasa por la articulación de una mayoría parlamentaria capaz de consensuar un programa que entronque con los problemas antes descritos y aborde la emergencia nacional de los españoles, noqueados tras cuatro años sin avances legislativos y un marasmo de declaraciones confrontadas que están llevando peligrosamente a la política y a los políticos al mayor nivel de descrédito que pueda soportar la arquitectura institucional de una democracia razonable y avanzada. Otra vez la vieja lucha de los comunistas y de los socialistas, que en la historia legendaria no se soportan, va a dar al traste con una coalición que, si no de gobierno, ha formado sí mayorías parlamentarias en favor de acuerdos progresistas, y con éxito, en algunas comunidades, donde de entrada han sido parlamentarias para terminar siendo auténticas coaliciones gubernamentales.

Sonroja el infantilismo prepotente de Iglesias. Y asusta la intención de llevarnos a la tentativa de elecciones, con una izquierda hastiada, un país al borde de la parálisis legislativa, y una teatralización desalentadora de un desencuentro, que, atendiendo a la misma histórica rivalidad entre facciones de progreso, va a volver a demostrar cíclica la historia: con una enorme, desde luego fija, movilización de la derecha, por primera vez con otra extrema derecha desacomplejada. No hay ningún dato para pensar que la nueva convocatoria electoral provoque algún reagrupamiento hacia alguno de los partidos del espectro parlamentario; si acaso, sí hace pensar en una desmovilización profunda de quienes quisieron dar una oportunidad a la izquierda, pero han sentido inútil su esfuerzo y están, después de todo, desprovistos de argumentos. Porque, ¿qué justificará la campaña del desacuerdo? ¿Qué pronóstico deberá inventarse para hacernos creer que, con unos resultados no muy diferentes, será posible en noviembre el acuerdo programático o de coalición que la izquierda no ha podido ser capaz de rubricar por dos veces, ahora?

Este episodio de la historia no va de relato, porque la multiplicidad de canales apuntan hacia la unanimidad de percepciones entre los ciudadanos, especialmente de los más inquietos, que suelen ser quienes decantan las mayorías en España. Y no es el bloqueo, sino la madurez de la izquierda para entender que, sobrellevadas las turbulencias, superada la lección de que es necesario persistir en el disenso para construir el consenso –y consensos nacionales hay unos cuantos–, esto consiste en dejar de matarse o entregar la puerta de La Moncloa a una triple derecha desacomplejada. Parece tarde para entenderlo. Es de una gravedad suficiente como para pensar en qué momento de la historia estamos, y con qué perfil decidimos mirarlo.

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