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El sonido de las chicharras, y el de alguna sirena de ambulancia, se atreve a rasgar el silencio del verano anticipando la sombra de calor que otra ola cíclica va a desplegar con su inclemencia climática. Una sístole que mezcla las dos crisis de este tiempo de versos nuevos: la voz que molesta al silencio y la urgencia que fluye en el camino de la ciudad. Una mezcla que permite entender este tiempo nuevo que atravesamos, donde todo parece inédito pero se sucede de la misma forma con que la historia, cíclica también, nos regaló eternidades que siempre caducaban.

Porque el verano es el mismo, y somos nosotros quienes hemos cambiado, incapaces de escuchar nuestro propio silencio, que necesita ser rasgado por el sonido inclemente de la chicharra, la incómoda emergencia de una sirena de ambulancia o el claxon de algún vehículo que añora, en lo desértico del tráfico, atascos nuevos en la ciudad. Pero la ciudad está vacía y, en su antítesis de contrastes, la playa se ha llenado de historias visitantes, de urgencias sin tiempo y de sonidos que, en otro tiempo, eran los mismos nuestros cuando éramos nosotros quienes viajábamos al mismo verano de siempre, aunque entonces se nos antojara inédito de otra forma.

Somos nosotros quienes, a todas luces –aunque con el cielo de poniente haya pocas, y nos desdibujemos en paisajes nítidos y horizontes más neutros–, hemos cambiado. Y el verano sigue paciente, esperándonos como quien aguarda las galas de la mejor cita del año, en un encuentro paciente donde, con la puerta entornada, alguien espera nuestra llegada en la casa de afectos con la luz del clima y el tiempo sin tiempo. El verano, sí. El mismo, aunque con la aparición desconocida de olas de calor cíclicas jugando a desafiar los pronósticos –la vida como el desafío al pronóstico de lo ya conocido–, que juega a perdernos en la orilla del mar, donde descansan los pronósticos urgentes, las gravedades inesperadas, donde quedamos cerca de los nuevos paisajes. El paisaje del silencio después de la siesta, de las mañanas de despertar lento que, abruptas, enseñan en su luz del día el silencio de las respuestas, el mordisco de las lecturas al sueño, las horas muertas pensándonos con el mar o los helados para la vigilia de una conversación pausada. Ese es el verano que, en el recuerdo, hago presente en el regreso de este nuevo ciclo de poniente. El verano que os deseo.

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