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Se han colado por la rendija de la ventana. Sin pedir permiso, han llenado de luz la sombra de la tarde. Y han devuelto a los marcos de fotos la instantánea de las calles llenas y los horizontes vacíos. Tanta gente y tan pocos propósitos. Tantos anhelos y tan pocas verdades escritas. Y sin embargo ahí estábamos, víctimas de la tarde y de la inocencia, esperando el paso de la cabalgata para saludarles, o devolverles en el aroma de la noche toda nuestra sed de luz. Era magia: el estrépito que no avisó pero fue capaz de hacernos ver que todo estaba tranquilo, mientras al fondo todo ardía. Al fondo, debajo del asfalto. Detrás de la puerta donde les esperábamos con nuestro júbilo infantil y todos los sueños intactos.

Nos ha dejado las esperanzas de los demás. Algo de los sueños propios, pero mucho del contagio por lo ajeno: las fronteras de los sueños de los demás atravesadas, los pensamientos hilvanados en el estrépito –intacto también—de los sueños por construirse. Y nos las hemos prometido felices si los demás son felices también. Alegres, si somos capaces de alegrarnos de las desdichas de los otros. Tan brillantes en medio de la sombra. Tan capaces de tener sed de luz en medio de este páramo antipático y con tan poco encanto. Porque han sido demasiados días sin magia. Y nos hemos conjurado, al volver a verles, reyes magos, a abrir la luz, colarnos por la rendija de la ventana, hacer hueco en el salón y abrir el mejor regalo compartido: mantener, con la esperanza intacta, la capacidad de seguir asombrándonos y la convicción de dejar soñar al estrépito que quiere vencernos de amor sin avisarnos. La magia: hacer que, mientras todo parece perdido, todo esté ardiendo.

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