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Con la luz de la candelaria aún vivía el invierno. Me acercaba, con mi abuela, a la misa de tarde que repetía el ritual que, pétreo, me dejaba inmóvil: las luces dentro del templo, la iluminación encogida, nuestra vuelta a casa con las candelas. Era la luz por la que brillaban sus ojos ciegos, y mi fascinación recubierta entonces de un halo mágico que luego supe un trampantojo. Era luz lo que le faltaría a la oscuridad del tiempo que vino después, justo cuando nos desprendimos de la infancia. Recuerdo la Candelaria al renovar, también, la luz de esta página, que me acompaña desde hace algunos años. Una ventana escrita que se desprende, a cada paso, de la nostalgia. Que aprende desde las páginas de la memoria del nuevo inicio para el que hemos de tener siempre dispuesta la vida. Quizás sea hora de extrañar las luces desatentas que dejaron la impronta en la retina. El tiempo pasado, la memoria olvidada de las primeras luces sin saber, entonces, que su destello sería imborrable. Aprender de los caminos de fango y bicicletas de la infancia, añorar las cosas que no nos sucedían bajo el contorno de las mismas montañas, extrañarnos de la merienda de chocolate y birlar desde los sueños surcos al tiempo. Eso nos explica hoy, aquí, sorteando los elogios al gris de este tiempo oscuro desde nuestros ojos inéditos al estrépito.
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